martes, julio 1, 2025
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El circo del Perú, mágico y real como nosotros

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Estas líneas son como una acrobacia mental (y emocional): saltamos del Circo Perejil al de la sufrida Ucrania, de un trapecista en Pucallpa a Julio Ramón Ribeyro. Todos bajo esta misma carpa.

Por Alex Huerta Mercado

¡Vamos al circo! Une generaciones. Tus abuelos, tus padres y tú mismo han sido testigos de cómo emergen hermosas carpas coloridas en lo que llamamos de manera convencional y curiosa “Fiestas Patrias”, y que ni el cine, ni la televisión, ni el Internet han logrado extinguir… porque el circo es tan real como nosotros: miramos, escuchamos y está al alcance de nuestro tacto, a la vez que sentimos el aroma a pop corn, a algodón dulce; saboreamos la canchita y viene a nosotros ese olor a fritura callejera tan peruano, tan celebratorio.

Una vez en Pucallpa visité un circo de barrio que terminó enamorándome. El señor que vendía las entradas reaparecía en las graderías vendiendo caramelos y, como si fuera poco, lo veía más tarde en el escenario caminando sobre una cuerda floja. Los payasos tenían una rutina parecida a los cómicos de la calle: hablaban de temas políticos que salpicaban con chistes, sus caras estaban cubiertas de pintura blanca y, si no fuera por la nariz roja, hubieran dado miedo; sacaban a alguien del escaso público para llenarlo de apodos. Recuerdo que vi a una domadora de palomas preparar meticulosamente un universo en miniatura en donde las palomas andarían en una bicicletita, harían una acrobacia en un pequeño trampolín y se pararían en una calesita de juguete. Una vez abierta la caja que contenía a las aves, estas volaron por toda la carpa y nunca vimos las hazañas prometidas. El resto de la función, mientras las chicas contorsionistas hacían sus prodigios, veíamos cómo la domadora detrás de ellas intentaba recapturar a las palomas, que se ubicaron en las vigas de la carpa.

Era un eco de los circos mexicanos que había visto con mis padres de niño, en donde había tigres, elefantes, motociclistas y trapecistas. El Circo de los Hermanos Bell se presentaba en el Amauta y ocupaba toda la arena, el Ringling tenía una carpa amarilla que se alzaba como montaña de luces en la noche limeña sin estrellas: había cola y emoción para entrar. El Circo de los Delfines de Miami albergaba a dos cetáceos que bailaban, salían del agua y mojaban a los payasos cuando la protección a la fauna era solo una utopía.

El circo que vi en Pucallpa, los circos de barrio que cuando puedo visito o el mítico Circo Perejil, que tuve el honor de conocer hace poco, no se diferencian de las grandes carpas mexicanas, rusas o estadounidenses que nos visitan y cuyos espectáculos rozan la perfección. Como lo comentó el cronista Jaime Bedoya, son lo mismo en el sentido de que lo que vemos está frente a nosotros, es real, sentimos el calor humano y no la mediación de la pantalla. El circo es verdad, pero a la vez ilusión, porque bajo la carpa todo es luz, belleza, habilidad y valor. Entrar en el Circo Barnum o el Perejil es cruzar un umbral donde el mundo queda afuera y estamos invitados a deslumbrarnos.

Antes del cine, el circo era el lugar del espectáculo colectivo; tenía que viajar renovándose de pueblo en pueblo, y tal vez por eso los artistas han captado la melancolía del desarraigo. Así Antoine Watteau dibujó su obra maestra Pierrot también llamado Gilles, donde vemos a un payaso fuera de escena que hace notar la incomodidad de su propio traje de trabajo. Siglos después, Picasso retrataría en sus cuadros Familia de saltimbanquis y Familia de acróbatas el tedio de migrar de pueblo en pueblo o el cansancio luego de un espectáculo de un grupo de artistas circenses que conforman familias que transpiran pobreza extrema.

Abraham Valdelomar supo de un accidente en un circo europeo que visitaba Ica cuando él era niño, lo que lo motivó a escribir El vuelo de los cóndores, en donde relata un primer amor platónico de un niño con una niña trapecista claramente explotada por sus patrones, explotación que tiene consecuencias dramáticas. Julio Ramón Ribeyro, en su cuento Fénix, deja que los personajes, el dueño de un circo, el enano, el hombre fuerte y otros trabajadores narren las relaciones de poder y explotación en un circo itinerante.

Los artistas lo han notado; detrás de la alegría del circo se oculta el drama humano y familiar de un espectáculo nómade que exige dedicación desde la infancia, que convive con el miedo a fallar, a caer, a morir; con el miedo al público. Con la pobreza, con el tener que moverse de lugar en lugar, con el cansancio y con la familia dedicada colectivamente a un oficio que, si bien no ha desaparecido, se vuelve cada vez más duro de sostener.

El circo tiene ambas cosas que nos gustan: lo jocoso, la ruptura de lo cotidiano, las hazañas y la belleza, la sonrisa y el valor. Al mismo tiempo, la melancolía y el miedo, la incertidumbre y la lucha por sobrevivir. En el fondo, el circo es una metáfora de nosotros mismos, sonriendo al mundo, pero en guerra interior constante, por eso, lo amamos.

Bienvenido, viejo amigo. Mis abuelos te vieron, mi padre te vio y yo te veo. Y, como siempre, los niños dejarán sus celulares y tablets para enfrentar contigo el mundo real. Gracias por renovar eso que llamamos Fiestas Patrias, que curiosamente celebramos con un desfile militar cuando somos una nación que gusta de gozar la alegría. Gracias por darla.

Que venga el Circo de La Chilindrina o de Kiko, de La Chola Chabuca o de Esto es Guerra, que nos regalen sus carpas junto al circo de la sufrida Ucrania o el Circo Ruso. No importa quién sea el rostro frontal del espectáculo, sigan como siempre llenando de color a una ciudad clavada en la arena. Hagan esa arena suya, bienvenidos.